“URUGUAY, UNA GRAN PRISIÓN”

Ni la primera ni la última

26. julio 2013

Por Iara Bermúdez y Waldemar García.

 Como ya lo anunciamos anteriormente, continuando con el ciclo de mesas realizadas en la Intendencia Municipal por los 40 años del Golpe de Estado, en este caso trascribimos lo expresado por la ex presa política Lía Maciel.
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“URUGUAY, UNA GRAN PRISIÓN”
Nos enteramos del golpe de estado por la radio. Una radio portátil que adjudicaron a cada sector del establecimiento militar de reclusión Nº 2 de mujeres, para que supiéramos lo que estaba pasando. La entregaban al mediodía y la retiraban. Luego al atardecer y la volvían a retirar. Tanta era nuestra necesidad y falta de información que llegamos a escuchar un programa, al atardecer, de la Juventud Uruguaya de Pie, un grupo radical de derecha muy conocido en la época como JUP.
Aparte de escuchar el comunicado diario de las Fuerzas Conjuntas, aprovechábamos para disfrutar de la música ignorando que en poco tiempo la única música en nuestras vidas sería aquella que fuéramos capaces de ejecutar nosotras mismas.

Por esa misma radio escucharíamos la asunción de Cámpora como presidente argentino abriendo una etapa de esperanzas y luego la trágica noticia del bombardeo a la Casa de la Moneda en Santiago de Chile.
No fuimos, ni los primeros ni los únicos, prisioneros políticos, en este territorio al oriente del Río Uruguay pero sí deseamos haber sido los últimos.
Hoy, el Nunca Más, es un compromiso con la vida como fue un compromiso con la vida el sobrevivir durante todos esos años.
Siempre, desde la colonización, hubo prisioneros políticos aunque no se los llamara de esa manera. Tengo en la retina de la memoria la foto de los indios enjaulados, llevados a París. Las guerras independentistas, el genocidio del pueblo Charrúa, las luchas fratricidas, las dictaduras militares, la represión gremial, social y política. Siempre con períodos de paz y prosperidad hasta que en los sesenta del siglo pasado volvieron a funcionar a pleno las prisiones políticas y no pararon hasta el fin de la dictadura cívico-militar.
Debemos tener presente esta historia para comprender y posicionarnos adecuadamente de nuestro tiempo y lograr que ese Nunca Más sea un realidad permanente del hoy y de los mañanas.

En 1985, hubo una amnistía general y sin embargo hay hombres y mujeres, prisioneros políticos, que no aparecen, que no sabemos donde están y este es el ejemplo más claro de lo que venimos diciendo.
Uruguay fue el país de América con más ciudadanos detenidos en relación a su población, uno de cada 5. Fue el país donde la prisión masiva y prolongada, con un trato cruel e inhumano durante 13 años ininterrumpidos, se utilizó como estrategia para destruir la organización social, gremial y política de la época. Acá y en todo el continente latinoamericano se luchaba por transformaciones estructurales, revolucionarias, con el convencimiento de que solo la población organizada luchando en todos las áreas, lograría la justicia social.

La necesidad del sistema de apelar a los golpes de estado cívico militares solo se explica por el grado de conciencia popular y el nivel de organización social y política logrado en la época. Y así fue como se legitimó en todo el continente la brutal y sostenida represión desencadenada sobre la población y cuya máxima expresión fue la práctica permanente de la tortura, el asesinato y la desaparición de hombres y mujeres hasta el final de las dictaduras. Y en algunos casos, después de ellas…
No hubo censuras en el intento de someter ideológica, moral y éticamente a la población. Se transgredieron todas las normas ejerciendo el terrorismo de estado por más de una década sobre toda la población y muy especialmente un trato cruel, inhumano y perverso sobre los prisioneros, sus familias y sus abogados defensores. Hombres y mujeres; adultos, adolescentes, ancianos, niñas y niños, nadie quedó fuera de los efectos del terrorismo de estado.

Fue la pérdida de derechos civiles y políticos, inherente a toda dictadura, lo que legitimó la impunidad que se venía practicando en nuestro país desde varios años atrás.
Para que esto sea bien visible necesitamos hacer un gran mapa del Uruguay y marcar cada ciudad, cada pueblo, cada lugar donde haya habido presos políticos. Buscar y marcar las huellas de esta historia incompleta en comisarías, cuarteles, carcelajes clandestinos, en todos los espacios utilizados por los aparatos represivos para tener prisioneros.

Que no se nos vuelva a perder nuestra historia, que nadie vuelva a tergiversarla ni ocultarla como hicieron con la historia de hombres y mujeres que en este territorio dieron su vida para que hoy nosotros estemos gozando de estos derechos.
Uruguay fue una gran prisión, un gran establecimiento militar de reclusión. La población quedó dividida entre los funcionarios que trabajaban para el régimen como ser el presidente, los consejeros de estado, los intendentes y miles vigilando, controlando y persiguiendo a la otra parte de la ciudadanía del país-prisión. Allanaban los hogares, paraban a la gente en la calle, los revisaban, se los llevaba, los hacían prisioneros, a veces los mataban, otras los desaparecían y a veces, después de torturarlos, los liberaban.(…)

Al principio hubo dos EMR Nº 1. Uno fue para mujeres en el cuartel de la ciudad de Paso de los Toros, en Tacuarembó. Allí había una cantidad de mujeres prisioneras, separadas de sus familias, de sus proyectos de vida, de sus compromisos sociales. Mujeres detenidas, torturadas e interrogadas en centros de represión de otros departamentos y que en ese EMR Nº 1 eran hacinadas no se sabía hasta cuando, pero si para qué.
El otro EMR Nº 1 era para varones, a pocos kilómetros de la ciudad de Libertad en el Departamento de San José. Allí había barracas para unos 80 hombres, celdarios con celdas de cuatro, de dos, de uno y celdas de uno sin su sombra, calabozos de aislamiento.

Cruzando el rió Santa Lucía y atravesando Montevideo estaba el EMR Nº 2 de las otras mujeres, que terminó siendo el único adonde llevaban a todas las presas políticas del país: Punta de Rieles. . También había barracas para unas 80 mujeres, una capilla del otrora convento, porque este edificio había pertenecido a una congregación católica y había funcionado como convento. Allí entonces, entraban cerca de 50 mujeres, celdas para doce o catorce, una celda para cuatro, otra para seis y celdas para una sin su sombra, calabozo de aislamiento.

Además de las mujeres presas políticas, allí crecieron bebés, crecieron en un régimen de reclusión militar aunque no eran presos políticos crecieron como si lo fueran.
Pero hay un antes. Un antes de llevar a las mujeres y a los hombres, a los “píchis” como les llamaban los carceleros militares, a los EMR. A medida que las detenían, las personas eran sistemáticamente torturadas y luego de un tiempo de incomunicación cuando la inteligencia militar o policial, lo consideraba, eran llevadas al juez para su procesamiento. Después podían darles visita o permitirles recibir una carta o un paquete, pero también mantenerlos aislados, incomunicados, incluso volver a interrogarlos, no había normas claras, todo era posible.

Si eran adolescentes quedaban en la unidad militar o policial o eran recluidos en hogares del Consejo del Niño hasta liberarlos o enviarlos a un EMR cuando cumplían la mayoría de edad. Si eran liberados quedaban bajo libertad vigilada debiendo presentarse al cuartel todos los días. Perdían su calidad de estudiantes prohibiéndoseles continuar con sus estudios básicos. Y cuando se presentaban en el cuartel podían o no ser detenidos. Podían o no y solo por hostigarlos, ser sometidos a nuevas humillaciones y vejaciones.

En casi todos los cuarteles del país todos los espacios sirvieron para estibar a los prisioneros: enfermerías, celdas, caballerizas, barracones, ducheros, vagones de ferrocarril, carpas militares, corredores, plaza de armas … También usaron establecimientos como el CGIOR, el CIM, la Escuela de Armas y Servicios, cárceles que ya no existen como la de Cabildo para mujeres, la de Punta Carretas, de Miguelete; cárcel Central en la Jefatura, Comisarías de casi todo el país, la escuela de enfermería Carlos Nery, el FUSNA de la Marina, centros de aviación de varios Departamentos, el Cilindro Municipal de Montevideo y casas clandestinas, algunas de las cuales pertenecían a personas detenidas.
En esa primera etapa, las personas prisioneras en todas las unidades militares y policiales del país no vivían, solo eran víctimas. Víctimas del odio, de la perversión, de un profesionalismo invertido. Hombres y mujeres de todas las edades, luchaban por su lucha y luchaban con sus miedos, con su sufrimiento moral, con los cuerpos mormosos de tanto golpe. Luchaban con los pulmones llenos de agua, vacíos de aire por el submarino, aullando bajo el efecto de la picana, con las articulaciones desgarradas, las piernas infladas de estar tanto tiempo de plantón, como plantas sin raíces que las sostuvieran. Vejados, violados, con la dignidad pisoteada, humilladas más allá de toda palabra.

Pero, como siempre sucede con los seres humanos, fue allí, mientras eran victimizados que empezaron a sobrevivir y hasta el final sobrevivieron. Y sobrevivieron después de ser liberados porque hay que aprender a ser libres. Y mientras se va mudando de piel se va dejando de ser sobreviviente, se va aprehendiendo la libertad y se empieza a vivir. Pero no todos lo lograron porque hubo quienes fueron asesinados en la tortura de la primera hora y también quienes fueron asesinados después, con el otro estilo de tortura que se aplicó durante los 13 años de la prisión prolongada.
Hubo prisioneras con sus bebés recién nacidos o nacidos en el Hospital Militar Estaban en el cuartel de Blandengues allí en la calle General Flores y en el Instituto de Estudios Superiores, en Camino Castro, en el Prado. Estos bebés crecieron más recluidos que los bebés que crecían con sus padres en la casa familiar, dentro del país prisión. Cuando crecieron un poco los separaron de sus madres y los entregaron a sus familiares. Estas niñas y niños también aprendieron a sobrevivir. Y siguieron sobreviviendo hasta que sus madres y padres pudieron abrazarlos amorosamente y sin apuro, muchos años después. Recién en esa época, después de ese abrazo, esos niños y niñas, esos adolescentes, algunos ya jóvenes, pudieron enamorarse y empezaron a Vivir.
Y al final, en lo más hondo de este país-prisión, estaban las mujeres y hombres en condición de rehenes. Prisioneros en un calabozo de un metro por el largo de un colchón, en un aljibe, en un pozo, en una perrera, sin colchón, con jergón, con frazada o poncho militar, sin abrigo con un nylon por arriba porque la cerrazón del campo es densa y cala hondo. Cada dos o tres meses, o cuando los oficiales encargados lo decidían, eran trasladados a otra unidad militar, vendados, esposados, custodiados por soldados armados a guerra. A estos hombres y mujeres les quitaron hasta su sombra, no podían compartir el mate ni la galleta de cuartel, ni siquiera el aire que respiramos para vivir, como dice el poeta “13 veces por segundo para ser y en tanto somos…” porque el aire que respiramos debe ser lo único, junto con la muerte, que nos iguala. Y hasta eso les quitaron. Los recluyeron más, las apresaron más, los aislaron, los incomunicaron y los hostigaron más que más. Cada ruido, cada luz, cada sombra, cada olor, cada temperatura era la señal que informaba el acontecer inmediato. La incertidumbre real, no filosófica, de su vida, fue la única compañía segura a toda hora, en todo momento.

Un día regresaron a las once mujeres a la cárcel de Punta de Rieles pero a los hombres no. Los nueve hombres siguieron en el máximo aislamiento hasta que los llevaron al EMR Nº 1 a fines de 1984, unos meses antes de que se cerraran las prisiones políticas.

Uno de ellos murió en el hospital militar pero durante su lúcida agonía supo vivir, pudo sentir y valorar el afecto de la gente que del otro lado de los muros del hospital peleaba por su liberación. Acunado por la solidaridad popular y el amor de su familia y sus compañeros otro preso político falleció víctima del trato sostenido, cruel, degradante, perverso, inhumano que se aplico durante los 13 años en la prisión política prolongada.
Las mujeres comprometidas políticamente luchábamos por la igualdad de derechos y oportunidades de toda la población, hombres y mujeres. También hubo otras que se fueron comprometiendo a la luz de lo que vivían y empezaban a comprender y esas fueron las que tejieron silenciosamente la red que nos sostuvo a lo largo de todos esos años.

Los carceleros, pensaban que las presas políticas habíamos transgredido las normas sociales al ejercer roles y funciones clásicamente masculinos. Y eso nos volvía doblemente castigables. Fuimos castigadas por ser luchadoras políticas y sociales pero también por ser mujeres que no aceptamos los roles que este sector de la sociedad, particularmente machista, entendía que debíamos cumplir.

Nosotras no fuimos las primeras que, efectivamente, transgredimos, hubo extraordinarias mujeres que nos antecedieron en la lucha por conquistar derechos y que fueron y son un ejemplo. Sin embargo, sí fue la primera vez en la historia del Uruguay que tantas mujeres se encontraron detenidas, torturadas, prisioneras, asesinadas y hasta desaparecidas por pretender ejercer sus derechos políticos.

Tal vez esa sea la explicación a un trato tan inhumano.

Casi siempre estuvimos hacinadas. En muchos lugares subíamos a la cucheta por los pies, no había otra forma, la cabecera contra la pared y a los costados otra cucheta y así una tras otra hasta llegar a 150 en el 9º de Caballería, en la calle General Flores y que ya no está más allí. Fue donde vivimos una experiencia extraordinaria.
Un día nos propusieron lavar la ropa de los soldados, la tropa, y como compensación tendríamos un tiempo al aire libre haciendo ejercicio ya que el lavado sería a mano en las piletas. Como correspondía, esta propuesta hecha a dos prisioneras, se puso a consideración de las 150. No estaba permitido reunirse para discutir de nada así que nos habíamos organizado de forma de poder hacerlo sin que se notara. Nos sentábamos tres o cuatro a tejer y tomar mate o algo así y mientras, nos pasábamos información, analizábamos, discutíamos y terminábamos elaborando una síntesis lo más breve y clara posible. Luego una trasmitía esto a otra y así íbamos armando una red a través de la cual estar todas informadas y al tanto de las conclusiones colectivas. En medio de este intercambio llaman a una prisionera. Después se sabría que era para tener visita con su hijita. Al ser revisada le encuentran un papelito donde estaba escrito un punteo de esta discusión. Todo fue un solo y rápido movimiento. Se la llevaron y a dos prisioneras más, con sus “pertenencias” . Antes de ser trasladadas les comunicaron que serían “devueltas a su unidad de origen por indeseables” conminándolas a firmar dicha declaración. Tragicómico, bizarro, absurdo, fueron “devueltas” al Batallón Florida donde las habían detenido. Recibidas por el S2, luego de tomarse su tiempo e interrogarlas decidieron su reenvío al 9º de caballería.

Ninguna de las 150 acepto lavar la ropa de los soldados.

Ninguna tuvo oportunidad de salir al aire libre ni de hacer ejercicio.
Todas sintieron, otra vez, que ninguna estaba sola y que juntas seguían avanzando.(…)

Al ingresar al penal adjudicaban un número que pasó a ser la identidad para ellos. Nunca más nombradas por el nombre o apellido. Obligaron a usar uniforme gris, pantalón y chaqueta con el número grande en la espalda, sobre los pulmones y otro pequeño sobre el corazón junto a un distintivo de color que indicaba el lugar del penal en que estaba alojada la “reclusa”, como nos llamaban. Y pelo corto obligatorio, “plumita o pillete” decía el reglamento. Otra vez hacinadas, siempre hacinadas en el celdario, en las barracas, en la capilla donde había cuchetas hasta en el púlpito. Podían tejer, coser, bordar, cuando no estaban sancionadas. Las otras manualidades se hicieron a pura creatividad, no las facilitaban, nunca dispusieron de las herramientas adecuadas. Nuestra tecnología fue muy primitiva, casi toda casera. Luego de tres meses al inicio del penal, en que permitieron actividades de forma organizada, el resto de los años las actividades fueron siempre bajo las órdenes de los carceleros.

Demasiado organizadas para su criterio ya que no solo trabajaron en todas las áreas posibles sino que también se organizaron para analizar la realidad con la escasa información que llegaba a través de las familias, de algún pedazo de diario que envolvía algo, de cosas que escuchaban cuando llevaban a alguna al hospital o al juzgado… estudiar, analizar, discutir y elaborar estrategias de sobrevivencia era, es propio de la condición de seres políticos pero precisamente era esto lo que los carceleros consideraban “sedicioso, subversivo”.
El Día del Ejército obligaron a bajar y formar a todas las prisioneras en un espacio frente a las tres banderas nacionales: la Uruguaya, la de Artigas y la de los 33 Orientales. Cuando empezó el acto, lógicamente dedicado a sus caídos, se percataron de que además se utilizaba para incentivar el odio hacia las prisioneras. Todas juntas empezaron a restregar los pies sobre el piso que era de pedregullo en una clara manifestación de desaprobación. De inmediato las soldados mujeres empezaron a anotar los números de las que ellas podían ver haciendo ruido hasta que se dieron cuenta que eran todas, todo el penal. Arrearlas hacia los celdarios bajo los gritos de los oficiales de guardia y de las soldados, fue un solo movimiento. Momentos de mucha tensión, no se sabía como iban a reaccionar y su reacción fue muy violenta. Quedaron todas sancionadas, sin visita, sin paquete y sin carta. La última carta es del 17 de mayo y la primera posterior es del 13 de julio. Con esa larga sanción colectiva durante la que estuvieron totalmente incomunicadas, vino también la más dura represión que de allí en más fue agudizándose, perfeccionándose, haciéndose cada vez más y más cruel e inhumana. Se llevaron a las primeras 8 presas políticas como rehenes para que no quedaran dudas de que todo intento de organización sería castigado de la forma más extrema. Las 8 fueron llevadas a diferentes unidades militares e incomunicadas. En medio de estas represalias se dio el golpe de estado. Conscientes del momento que se vivía en todo el país nos aprontábamos para un futuro más incierto aún. Cerraron el taller, que funcionaba en la capilla, para siempre y lo transformaron en otro celdario. Cambiaron a todas de piso, de celdas, algo así como “barajar y dar de nuevo”. Se termino toda forma de trabajo productivo, no más quinta, no más enfermería. Se mantuvo el servicio de biblioteca con algunos cambios desfavorables hasta que unos meses después hicieron una gran hoguera con todos los libros.

También se llevarían más presas políticas como rehenes. Nuevamente castigaban con la máxima represión todo intento de organización.
Después se abriría una nueva biblioteca con otras reglas de funcionamiento. Después se haría otra “reestructura”. Después, siempre después, se continuaría reprimiendo más y más.

El trabajo forzado fue lo que caracterizó al penal de mujeres. Llevar piedras de un lugar a otro en una carretilla, hacer una montaña de tierra y luego desarmarla. Limpiar los enormes tachos, cacerolas, asaderas y utensilios de cocina, las enormes cocinas a gas, y la cocina misma. Pelar verduras, pelar con cuchillos atados cada uno por una cadena a una barra fija. Les llamábamos “perros”, cada una tenía uno y sentadas en una gran rueda pelábamos y pelábamos para la comida de todas las prisioneras y de los soldados de la guardia externa. Nunca nos permitieron cocinar. Limpiar lo que fuere, acarrear lo que fuere. Empujar un gigantesco rodillo de cemento, habitualmente llevado por un vehículo especial, por el camino de entrada. Rasquetear paredes, dar vuelta tierra…cuando trabajábamos en la quinta, las verduras eran para los oficiales y al volver al celdario nos revisaban por si traíamos algo escondido en la ropa.

Todo estaba prohibido: colores, figuras, textos, fotos, canciones, libros, alimentos, ropas, deporte, idiomas, herramientas.
También fue característico estar permanentemente sancionadas, sin recreo ni visita, sin correspondencia ni paquete y haciendo cola para el calabozo. Había pocos calabozos y como no daban abasto para hacernos cumplir los castigos, nos ponían en lista de espera.

Hubo períodos en que daban vuelta el ordenamiento interno, las cambiaban a casi todas de lugar. Separaban a las hermanas o las juntaban; a las del mismo partido político las separaban o las juntaban, las mezclaban con otras, las separaban, las ordenaban por su supuesto compromiso político, su “peligrosidad” decían, las separaban….. A esto le llamaban reestructura pero en realidad era una forma muy perversa de desestabilización colectiva e individual buscando siempre destruir todo intento de organizarse.

Cada tanto se llevaban alguna prisionera para ser nuevamente interrogada aún estando procesadas. Nunca se sabía porque ni para que, sí se sabía que era más desestabilización.
Hubo períodos en que todos los días y a diferentes horas sonaba la alarma. Debían tirarse al piso boca abajo. Si era de noche, los reflectores de las torretas giraban hacia el celdario, la guardia se movilizaba a guerra y las soldados mujeres entraban a los gritos revoleando sus toletes. Se terminaba el sueño reparador. Nunca se sabía que pasaría. Si era de día y estaban fuera del edificio era más complicado y peligroso. No había forma de saber si era cierto o era simple hostigamiento. Sí desestabilización.
Las visitas estaban limitadas a padres, hermanos, cónyuges e hijos. Por teléfono, sin contacto físico, frente a un vidrio en forma ovalada, parecíamos un retrato vivo del siglo XIX. Eran escuchadas por el oficial encargado que podía suspenderla si así lo consideraba. Las visitas directas y especiales por cumpleaños y las visitas directas con hijos y hermanos pequeños implicaban una revisación física, desnudarse, agacharse y toser o ser manoseadas por si portaban algún objeto prohibido. Pero esto también se aplicaba a los visitantes incluyendo a los pequeños.

Habitualmente había requisas, sorpresivas. Al grito de “todas a formar” eran rodeadas por las soldados mujeres obligándolas a salir del celdario. Cuando les permitían volver todo estaba dado vuelta, la ropa, manualidades, materiales de trabajo; todo entreverado, a veces con comida, rotos, desparramados, enchastrados. Las pocas fotos familiares y la única carta autorizada, rotas o pinchadas con agujas. Lo hacían también mientras estaban en el recreo o trabajando fuera. Podía ser una requisa del celdario o también personal o sea desnudando, manoseando, vejando, humillando hasta su propio hartazgo.

Cada situación de vejación y humillación donde el cuerpo se ponía en juego era em si uma forma más de tortura, que no dejaba marcas físicas, no deja huellas visibles y no permite cerrar nunca las heridas originales que siguen abiertas sin cicatrizar pero que además también pueden crear nuevos daños.
Así transcurrían los días, semanas, meses, años en el EMR No 2.
Y como dijimos antes, la prisión en calidad de rehenes, en un calabozo dentro de un cuartel, fue más dura aún al estar pautada por la soledad, el aislamiento, la incomunicación y la incertidumbre permanente. Más allá de que eventualmente se cruzaran con otros presos y a veces se comunicaran, la mayor parte de esos años la pasaron solas en un calabozo, aisladas. (…) A veces no las llevaban al baño. No había intimidad. El recreo de 20 minutos se cumplía a gusto del oficial de guardia. Con suerte caminaban unos metros de ida y vuelta. A veces tenían libros, a veces solo el recuerdo de lo leído. La incertidumbre era permanente, cada día transcurría de acuerdo al criterio del oficial de guardia o del comandante del cuartel. Nadie podía saber lo que sucedía allí dentro, estaban incomunicadas. La exposición permanente a decisiones políticas que ellas desconocían y que determinaban su destino pero también la exposición a decisiones personales de los oficiales de guardia, fue lo que definió la crueldad de esta modalidad como rehenes de la dictadura.
Todo el Uruguay fue un establecimiento de reclusión militar. (…)Y más allá de nuestras fronteras todo el continente americano era un gran Establecimiento de Reclusión Militar con miles de funcionarios civiles y militares intentado someter al resto de la población víctima del terrorismo de estado.
Todos fuimos presos y presas políticos, todos fuimos rehenes de la dictadura.
Hoy 40 años después sufrimos las secuelas que como dijimos hace muchos años, en el primer encuentro realizado por SERPAJ sobre las secuelas psicosociales de la dictadura, “se cuelan y hacen escuela”. Hoy se han quedado entre nosotros formando parte de nuestra cultura.
Mencionemos al menos algunas de orden social. La violencia callejera que es ejercida desde la intimidad familiar pasando por una variedad de violencias cotidianas. Todas violencias que nos hablan de la desvalorización de la vida. El Derecho Universal a la vida sigue estando en cuestión en la vida cotidiana.
El individualismo a ultranza claramente expresado en la frase “hace la tuya” ha creado una cultura que valora la satisfacción individual por sobre la social y colectiva; que considera al poder económico por sobre los valores éticos, morales y espirituales.

Y por último la impunidad que se ha naturalizado ganando todos las áreas y los espacios cotidianos. Esta impunidad de hoy se origino en aquel estado que lejos de velar por la integridad de sus ciudadanos, los aprisionó, los torturó, los violó, los asesinó y los desapareció dando lugar a una forma de convivencia en la que todo esta permitido. Revertir esta anti-ética de la vida exige políticas preventivas claras, inconfundibles e incuestionables por responder plenamente al derecho humanitario y a los acuerdos internacionales en pro del cumplimiento y la defensa del mismo.
Pero no todo son secuelas, también hay muchos aprendizajes.

Sabido es que los seres humanos tenemos una infinita capacidad de sobrevivencia. Lo que sostuvo a los prisioneros del país y a los prisioneros de las cárceles fue esencialmente lo mismo. Las cosas que ninguna situación, ni ninguna persona nos puede quitar. Las cosas que solo uno mismo puede resolver dejar a un lado. En la cárcel más cárcel de todas lo medular fue la convicción de que la razón estaba de nuestro lado pero esta convicción fue abrazada por el amoroso apoyo incondicional de las familias, el afecto de vecinos, compañeros de trabajo, de estudio; el compromiso de nuestros compañeros de las organizaciones sociales, gremiales, políticas que en todas partes del mundo encontraron alguna forma de seguir sembrando esperanza. Nos sostuvo la solidaridad internacional en una época en que no existía la globalización pero si el internacionalismo.

Nos sostuvo el corazón y la razón que aún en la más cruel e inhumana soledad siempre encuentra una alternativa para sobrevivir sin importar si esa alternativa se ajusta o no a la realidad.
Juntos pudimos y juntos siempre podremos llegar adonde nos propongamos. Es un juntos que cada persona lleva dentro suyo dondequiera que esté y como sea que esté, confirmando que el individuo sobrevive y vive cuando logra, por su propia acción, sentirse y ser parte de un TODOS, un ser social con fuerte sentido de pertenencia a un colectivo que lo identifica, lo sostiene y le posibilita sobrevivir en las situaciones más extremas para disfrutar en algún momento, del merecido baño de humanidad que siempre necesitamos.